EL RESPLANDOR DE LO DIVINO

El cosmos es la mansión del gran misterio… una totalidad viviente cuyo cuerpo es el universo y cuyo espíritu es aquello que nosotros llamamos dios… el inefable principio de la existencia al que los hombres hemos puesto mil nombres… aunque ninguno sirva para designarlo del todo…

Uno en su esencia, dual en su potencia, y múltiple en su manifestación… el tiene por morada el infinito y por duración la eternidad… sus insondables espacios están habitados por multitud de fuerzas misteriosas… de energías sutiles y poderes cósmicos que gobiernan todos los planos visibles e invisibles de la creación…

Sin embargo… dichas fuerzas no son ciegas… ni mecánicas… son “entidades espirituales” más o menos conscientes… y más o menos inteligentes, según su propio grado de evolución… Pero cada una tiene una labor que hacer y una función que cumplir dentro del gran organismo cósmico… pues todas ellas sirven y sostienen al divino principio de armonía universal al que los egipcios llamaron Maat… los indos Dharmán… y los chinos Tao.

Las más elevadas y espirituales de estas fuerzas sutiles de la naturaleza no sólo son inteligentes, sino también supra-conscientes… Desde remotas edades los hombres les llamaron dioses, devas y ángeles… pues al percibir la sublime grandeza de su función… su omnipresente energía… y su benéfica acción hacia todos los seres vivientes… intentaron representar su identidad de todas las formas posibles… y como muestra de devoción, gratitud y reconocimiento… les ofrendaron lo mejor que tenían para dar… de sus propios frutos… de sus propias obras… de sí mismos.

Y para poder depositar sus ofrendas… y elevar sus plegarias hacia el corazón uno y múltiple de lo divino… los hombres y mujeres de todos los pueblos, razas y culturas levantaron altares bajo las estrellas… construyeron templos, pirámides y catedrales… y excavaron en las entrañas de la Madre-Tierra grutas telúricas y criptas oraculares, en las que poder escuchar sus misteriosas voces… y sus divinas enseñanzas…

Desde que el hombre camina sobre la faz de la tierra, ha sentido la necesidad de vivir y morir en la cercana compañía de los dioses… Pues su luminosa energía santifica todo aquello en lo que se manifiesta, todo aquello que está en armonía con su esencia y todo aquello que se acoge bajo su protección… Su divino resplandor sacraliza la tierra, el agua, el aire y el fuego… regenera la vida, purifica el alma e ilumina la conciencia… pues en su invisible presencia todo se vuelve sagrado.

Ellos habitan y dirigen el gran cosmos… ellos son la primera emanación del divino manantial de luz del que la vida vino a la existencia… ellos gobiernan todos los procesos de lo viviente en los mundos visibles e invisibles… ordenando las órbitas de las estrellas… la evolución de los planetas y el inexorable curso de las estaciones… ellos impulsan el florecer de la naturaleza al llegar la primavera y la caducidad de las formas al llegar el otoño o la vejez… para que la vida pueda renacer de nuevo.

Ellos fecundan a la madre tierra para que germinen en su vientre los filones de los metales y piedras preciosas… Ellos dan su fulgor a las gemas… su consistencia las piedras… y su dureza a los metales… ellos impulsan el crecimiento de todos los seres vivientes, insuflando su propia esencia vital en el corazón de las semillas… Ellos dan verdor a las hojas, perfume a las flores, formas a las nubes y colores al arco iris…

Ellos habitan el mundo celeste y supra-etéreo en el que la belleza, la verdad, el bien y la justicia constituyen los místicos pilares que sostienen el trono del rey del mundo… el señor de la luz, la vida y el orden… al cual los mismos dioses sirven con un amor tan puro… que ni siquiera podemos llegar a concebirlo.

Su morada es la mansión del amor, en cuyos estrellados jardines florecen los más bellos sueños, nobles ideales y elevados sentimientos… es el hogar espiritual de todos los seres existentes… nuestra Ítaca celeste… la patria perdida del alma inmortal, en la que habitan nuestros padres divinos… los señores de la eternidad…

La mente no entiende de divinidades… ni de sus formas los símbolos… pero el alma si sabe y el corazón comprende cuando el alma recuerda… es un anhelo inextinguible… una sed abrasadora, una nostalgia tan grande la que siente el alma por su morada celeste… que se conmueve por entero cada vez que algo le recuerda su patria perdida: Una música, una palabra, un amanecer, un poema, una oración, una obra de arte, un viejo templo impregnado todavía con el perfume de lo sagrado… una brillante constelación de estrellas… una lágrima de amor puro…

…Y es que el hombre no puede vivir sin el resplandor de lo divino… sin respirar el aroma de la eternidad… sin calentar su corazón con el fuego de lo sagrado… sin beber el agua de vida que nos vuelve eternamente jóvenes… Por eso en el amanecer del mundo establecimos un pacto con los señores de la eternidad… y para mantener vivo ese vínculo les construimos en la tierra sublimes templos de piedra, a imagen y semejanza de sus mansiones celestes… para que tuvieran a bien habitar sus moradas terrestres… y bendecir nuestro mundo con su presencia…

En la cercana compañía de los dioses… los hombres pudieron entonces vivir en armonía con el cosmos… sentir en sus almas el dulce perfume de lo sagrado… e iluminar su existencia con el resplandor de lo divino… Desde día, los hijos de la sabiduría mantienen encendido el fuego sagrado en señal del viejo pacto con los dioses…

…Ellos aman su esencia, reverencian su potencia y adoran su presencia… Ellos tienen por espacio el universo y por duración la eternidad… el cielo estrellado es su templo… la tierra su altar… y la ofrenda es su propio corazón… ellos son los hijos del fuego divino… los guardianes del pacto… los discípulos de la sabiduría.

Javier Vilar

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